Manuel Rosa Moreno
Del aprendizaje de la decepción
A la hora de hacer repaso, desde una perspectiva historiográfica, de todas las concepciones antropológicas vertidas sobre las características que definen al ser humano en su condición de tal, se cae en la cuenta de que hay dos vías distintas -y hasta cierto punto disociadas- en lo que respecta a las estrategias de aproximación: la vía biológica y la vía biográfica. Esta primera tiende a reducir la dificultad inherente al problema «homo» a una serie de propiedades o atributos psicofísicos que singularizan lo humano y le dan su carácter específico. El repertorio es inacabable, como sabemos. Unos cifrarán la esencia del ser humano en la Razón, otros en el Deseo y los de más allá en el Alma, la Voluntad, la Conciencia o el sistema límbico. La segunda vía se centra en definir al hombre «por lo que hace», asignándole una serie de predicados definitorios (homo faber, homo sapiens, homo economicus, homo videns u homo compensator…) que reúnen en la acción, el trabajo, la cultura o la economía la piedra de rosetta que nos da forma. Además de estas dos sendas antropológicas, hay una tercera, más prudente y menos obsesionada con afrontar los problemas exclusivamente en virtud de buscar soluciones, que reconoce la imposibilidad de fijar en otras tantas etiquetas algo tan complejo como lo humano y, entonces, paradójicamente, se le acaba asignado otra etiqueta más, aunque este vez implícita, la de homo irreducible.
Sin embargo, en la explicación del ser y el actuar humano hay ocasiones en que un concepto concreto -la idea de Melancolía, en esta ocasión – puede ayudar a explicar una de los rasgos de nuestra época: la fascinación moderna por las visiones pesimistas, atribuladas o directamente apocalípticas de la vida, el mundo o simplemente de lo que denominamos «lo real».
La noción de Melancolía ha cambiado su significación a lo largo de los siglos, de una manera tan pronunciada, que se produce un traspaso semántico entre las vías de las que hablábamos al principio, la biológica y la biográfica. En su origen estuvo enmarcada en territorio biológico y objeto de la medicina, como una enfermedad del cuerpo, hasta que, con el transcurrir del tiempo, se transforma en una «enfermedad del alma», que determina, no sólo una forma de estar en el mundo, sino una forma de «expresar el mundo». Es el paso de la medicina a la cultura, del Pathos al Ethos. Veamos de manera sintetizada cómo se produce esta extraña mutación y cómo la oscilación semántica del propio término viene marcada por el clima cultural de cada época, que acaba impregnando y corrigiendo la idea de melancolía.
Si bien el término melancolía (que adquiere su uso cultural del latinajo atra bilis o bilis negra, aunque ya existiera la palabra melancholía en griego) forma parte de la conocida como Teoría de los cuatro humores (Flema, Bilis negra, bilis amarilla y Sangre) que nace en la Grecia arcaica y ha sido tan importante en los tratados de medicina y de filosofía de todas las épocas hasta las puertas de la modernidad, no me interesa tanto la lectura de estas teorías humorales como la transformación por separado de la disposición más escurridiza de todas, la melancólica, que ha fascinado a filósofos y artistas por igual desde los tiempos de Hipócrates.
El primero que le concede a la melancolía status de hábito o disposición que marca el carácter de los hombres -concretamente de los hombres excepcionales- es Aristóteles, en el problema XXX 1, donde hace de la disposición melancólica la puerta ineludible para la excelencia artística o la heroicidad trágica. Este pequeño tratado dentro de la vasta obra aristotélica marca un punto de inflexión en la recepción cultural de la idea de melancolía, puesto que es la primera vez que el humor más dañino, la bilis negra, la excrecencia más tóxica del cuerpo, la que causa locura y furor descontrolado, se convierte en manos del estagirita en la condición necesaria de todo talento creativo, de toda genialidad artística.
Curiosamente, y de forma algo incomprensible, este escrito aristotélico cayó en el olvido durante casi veinte siglos, incluyendo el cristianismo y la edad media, donde, como sabemos, no hubo casi ningún rincón de su obra que no fuera leído, reformulado y reinterpretado. Si durante la Escolástica, la melancolía todavía está férreamente vinculada a los tratados de medicina y tratada aún como enfermedad del cuerpo que produce todo tipo de desequilibrios (como tristeza, apatía, inconstancia e incluso locura), ya en el humanismo renacentista se vuelve a recuperar el Problema XXX en toda su audacia, gracias, sobre todo, al neoplatónico Marsilio Ficino, al rehabilitar la relación entre las capacidades creativas (ya sean las del trabajo constante del hombre de talento como las ideas visionarias de los hombres geniales) y el temperamento melancólico y saturnino, que ya no aparece como causa de patologías, sino como un catalizador psicológico, un “estado de ánimo» para el hombre especulativo y superior, que vive de fulguraciones estéticas y deprecia lo mundano con un gesto displicente.
La cristalización más perfecta de esta visión melancólica del mundo la tenemos bien cerca, en el Barroco español, trufado de producciones artísticas con un mismo cañamazo ético y estético: la deformación grotesca del mundo real y cotidiano, visto frecuentemente como un escenario donde lo que no es apariencia es sueño o vano afán y donde todos, nobles o vulgares, estamos privados de la capacidad de cambiarlo y sólo podemos aspirar a ridiculizarlo. Calderón, Quevedo o Baltasar Gracián, por recurrir sólo a los más grandes, contribuyeron de manera decisiva a la instauración cultural de esa cosmovisión mortificante del hombre, que ya no arrastra el pecado original de la expulsión del paraíso, sino otro más indeleble: el pecado de haber nacido[1].
En esta travesía por las brumosas estancias de la melancolía, el sancta sanctorum está consagrado al periodo romántico, donde confluyen esa “tristeza sin causa” -tan propia del hombre que está en continua lucha con la exigencia de sentido para su vida- con la “hiperinflación del yo”. Pero no un yo cualquiera, desde luego, sino una renovada instancia comprensiva -y comprehensiva- que no sólo será capaz de sentir en sí todo el dolor y el sinsentido del mundo, sino que acabará por crearlo desde su propia subjetividad. Estas dos categorías, ya definitivamente estéticas, subyacen al temperamento romántico, que donará a los siglos posteriores emociones tan exclusivas como el sentimiento de lo sublime, lo auténtico o lo profundo, atribuciones exclusivas de los hombres geniales, médiums entre una naturaleza incontaminada y una comunidad humana eminentemente filistea, incapacitada para unos sentimientos que se abisman en lo invisible.
Es en el siglo XIX donde la melancolía adquiere toda su potencia, su paradójica potencia: crear destruyendo. Y gran parte de la élite cultural se afana en ese objetivo, hasta el punto de dar un paso más en el proceso de alejamiento del carácter patológico de la melancolía, para abrazar definitivamente la forma de pose estética, formalizada en una desmayada mezcla de misantropía y tristeza que envuelve cualquier acontecimiento, cualquier reflexión que se quiera profunda. Nadie expresó mejor este estado vaporoso y fruitivo, que un esteta convencido, un autoproclamado reo de la Dama Melancolía como Stendhal, cuando afirmaba: “puse mi felicidad en estar triste”.
Pero, ¿es este un problema del pasado, que no interesa ya al hombre contemporáneo, deseoso de añadir el prefijo post a todo movimiento que no interesa seguir conjugando? ¿Qué pasa con la melancolía en ese siglo XX del desencanto, de caminos de Damasco para millones de incautos?… ¿Y en lo que va de centuria, que podríamos denominar a pesar de su escaso recorrido, como el siglo de la simulación? ¿Podemos bosquejar aún la presencia de la negra tinta de nuestra inveterada dama?… ¿Cómo se presenta ante nosotros?, ¿Elitista y condescendiente, como ha sido proverbialmente?, ¿o quizás, cual proteo indestructible, con nuevos ropajes que le permitan seguir siendo una influyente preceptora en todos los bailes donde se dirime el futuro?… ¡ah, el futuro…! es ahí donde la melancolía contemporánea ha apostado toda su fuerza de dislocación, mediante su heraldo más insufrible: el pesimismo.
Una de sus manifestaciones es la que podríamos llamar nostalgia del futuro, que vendría a ser una operación psicológica mediante la cual proyectamos en un tiempo venidero aquello que no sabemos si se va a cumplir (porque no está exclusivamente en nuestras manos) como forma de legitimación de un lamento nostálgico, no por lo hecho, sino por lo no conseguido todavía. Una frase como “estamos condenados, el mundo está dominado por unos pocos y eso es inmutable” o “está claro, no tenemos remedio” son sutiles ejemplos de lo que digo: nuestra posibilidad de mejora o de cambio (y de remedio) siempre está necesariamente más allá del presente, pero, recurriendo a un ejercicio de auto-conformismo basado en la supuesta validación de una mera conjetura, proyectamos una visión idealizada de nosotros en el futuro -como seres ya remediados-, para convenir que, en vista de los antecedentes, nunca vamos a conseguirlo y, por tanto, lamentarnos del resultado como un rotundo fracaso, cuando todavía no se ha manifestado siquiera un humilde intento que lo justifique. El pasado no puede –ni debe- explicar o guiar los comportamientos futuros, como nos advirtió el escepticismo, si de verdad queremos seriamente mejorarlo.
El prestigio desmesurado de la negatividad en nuestros días, de ese sentimiento empobrecedor que vierte una sombra de sospecha sobre cualquier manifestación de inteligencia afirmativa o de confianza en nuestras posibilidades, no tiene otra explicación que una necesidad de revestir el propio disgusto (cuando no el chato desahogo) o bien, la incapacidad para aceptar lo que se nos da tal cual se nos presenta, lo que los latinos denominaban Amor fati, que es la afirmación desprejuiciada de lo que es en tanto que es[2].
Un último síntoma que quiero poner de relieve, que puede pasar inadvertido en este pesimismo estéril, en esta panoplia de jeremiadas que cuelan como pensamiento crítico, lo tenemos en el diagnóstico de los problemas que acechan a cualquier sociedad, y que consiste en extender y exagerar la importancia de los problemas que van quedando como forma de no reconocer que, globalmente, cada vez tenemos menos asuntos serios de los que preocuparnos. Odo Marquard, un filósofo tan perspicaz como bienhumorado, lo llama socarronamente Ley de importancia creciente de los restos, y lo expresa así: “cuando los progresos culturales (o sociales, o morales) son realmente un éxito y eliminan el mal en sentido amplio, en vez de valorarlos positivamente, el hombre moderno concentra su atención en los males que continúan existiendo, con el resultado de que, cuanto más negatividad desaparece de la realidad, más irrita la negatividad que queda, justamente porque disminuye.[3]” Al fin y al cabo, la tentación de excomulgar el mundo es tan antigua como la existencia de decenas de mesías que lo rescaten de la condenación.
Quiero acabar este breve y necesariamente fragmentario artículo, que no pretende ser académico sino polémico, recordando lo que decía Churchill cuando, seguramente en medio de decisiones trascendentales y situaciones límite, argumentaba que la imaginación nos salva de lo que no somos y el sentido del humor de lo que somos. A algunos, espesos pesimistas de salón, ante la insoportable brevedad del ser, no les queda otra alternativa, para mantener la pátina de gurús militantes, que envenenar las aguas con el propósito de que no veamos con claridad la verdadera profundidad de las mismas. Y lo hacen, sospecho, con la intención de sublimar en sus tramposos argumentos la profunda inanidad de sus proféticos diagnósticos. Lo que no acaban de vislumbrar es que el tiempo, que todo lo perfila, los acabará recordando como lo que son: verdaderos cruzados contra el humor, ese músculo de la inteligencia.
[1] Es de justicia constatar, que si bien el barroco es un periodo permeado por la irreprimible tristeza que produce la tensión entre nuestro gozo de existir y nuestra condición finita, existen también, a pesar de la unanimidad melancólica del periodo, algunos autores que se desmarcan de estos “estados del alma” propios del spleen melancólico; algunos, incluso, escriben su obra desde una perspectiva contra-melancólica, valga la expresión, como es el caso de Spinoza, el filósofo de la Alegría, cuya obra es un ejercicio insuperable de lucha contra la aflicción y la impotencia que provoca la tristeza, a la que considera consecuencia de todo padecer, verdadero obstáculo para afirmarnos como seres racionales, autónomos y activos.
[2] En el 276 de La gaya ciencia, Nietzsche nos dice: “Quiero aprender mejor cada día a ver como belleza lo necesario de las cosas: así seré de los que las embellecen. Amor fati: ¡que ése sea mi amor a partir de ahora! No quiero hacer la guerra a lo feo. No quiero acusar, ni siquiera a los acusadores. ¡Que mi única negación sea apartar la mirada! ¡Y en todo y en lo más grande, yo sólo quiero llegar a ser algún día un afirmador!”
[3] Cualquier clase de optimismo razonado o de reivindicación de la modernidad, dice Marquard, lo convierte a uno automáticamente en un conservador cultural, en un osado que niega la negatividad de lo moderno afirmando la necesidad de la tradición, los hábitos y las costumbres, humildes entramados empíricos que “funcionan en cuanto han funcionado”.