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EL ÚLTIMO DANDI

Manuel Rosa Moreno

Del aprendizaje de la decepción

Desde su primera película, el cine de Sorrentino ha pivotado siempre, a mi juicio, sobre el mismo centro: cómo lidiar con las máscaras que nos hemos (con) formado para desenvolvernos en el mundo.

Bien es verdad que dentro de este universo característico, a Sorrentino le han interesado especialmente aquellos individuos e instituciones donde la máscara ha acabado por arrasar todo rastro -todo rostro- anterior, desdibujando el significado de lo que alguna vez estuvo detrás (o debajo). Si en sus dos últimas series para HBO se fijaba en el Vaticano como institución paradigmática de esta transposición, en sus películas, por el contrario, desde aquella lejana Las consecuencias del amor hasta La Gran Belleza, su bisturí se centra en individuos en los que no cabe discriminar fondo y forma, sustancia y apariencia, entre otras cosas porque es imposible hacerlo, pues la apariencia es ya la sustancia y la forma es, en esencia, el fondo, igual que el imaginario común confunde y aplica el mismo apelativo -Frankenstein- al doctor y al monstruo, incapaz ya de separarlos.

Porque ¿quién se esconde tras el deslumbrante personaje que nos reconoce que, desde niño, su destino era convertirse en Jep Gambardella? la respuesta es… Jep Gambardella. ¿y detrás, más atrás, en el fondo, qué se oculta? …más Jep Gambardella. A sus 65 años, vive alimentando su propio personaje, poniendo su cotidianidad al servicio de ese objetivo, desde el techo de la habitación donde se recuesta y que refleja la belleza de un mar azul que sólo él hace aparecer, pasando por un ático frente al Coliseo donde despliega frente a sus amigos su papel de il re dei mondani y continuando por su entorno, una cohorte de vanidosos y frívolos que lo adoran como lo que es: un gigante entre enanos, que se sabe infinitamente superior a ellos y derrama su gracia -sus gracias- sobre esta troupe de pícaros y arribistas.

Pero cuidado, Sorrentino ama a su antihéroe y no acaba condenándolo (como sí hacia Fellini con el Marcello de La dolce Vita) a vagar como un espectro en su propio vacío existencial; muy al contrario: somete al personaje de Gambardella -en más de dos horas de apabullante hermosura- al tránsito, tan doloroso como revelador, de una vida estética hacia una vida ética, del paso de una existencia atada a la tiranía del yo, donde la única responsabilidad es con uno mismo, hacia otra donde es el otro, nuestro semejante, el que nos compromete de forma radical: de una vida que pasa a una vida que pesa. Parafraseando a Ortega, lo que dista del qué hacer al quehacer.

Gambardella, que se presenta en un primer momento ante nuestros ojos como un tipo displicente y descreído -que utiliza a hombres y mujeres a su antojo- va abandonando este cinismo inicial y poco a poco se nos va revelando como un imbatible estilete frente a la forma más sofisticada de (auto) engaño: la impostura. Si bien él mismo está irremediablemente atado a su propia máscara, su talento para arrancar las de los demás se antoja, sin embargo, insuperable.

Para recordar esta tarea de serena demolición de la tontería basta con esbozar tres escenas inolvidables, donde la inteligencia inquisitiva de Gambardella consigue desenmascarar la profunda vulgaridad que esconde la superchería:

La primera escena tiene lugar en el camerino de la “artista conceptual” que, tras su representación en un acueducto romano como escenario natural, intenta colar sus sublimes bobadas por muestras de audacia o vanguardismo. Llega un momento, realmente hilarante, en que la insistencia de Gambardella para que defina el significado de lo que acabamos de ver conduce a esta cantamañanas al balbuceo y a la imposibilidad de explicar sus propias motivaciones estéticas, sustentadas en la pura vacuidad.

Igualmente afinado tiene su olfato nuestro hombre cuando se trata de desmantelar la frivolidad moral revestida de superioridad intelectual: la escena empieza con una larga conversación en el ático, cuando su amiga intenta venderle su pretendido compromiso político. En un gesto que no deja de ser de genuina amistad, Gambardella le responde que en vez de dar clases de ética y mirar a nadie por encima del hombro, debería procurar mirarlos con cierto afecto, ya que todos están bajo el umbral de la desesperación…

Con la misma efectividad pone de manifiesto la vacuidad que se esconde detrás de las élites clericales, representadas por un siniestro cardenal cuyos intereses, al parecer, no van más allá de recetas de cocina, a las que recurre de forma pueril en cuanto se le menciona alguna preocupación mínimamente espiritual.

Hago hincapié en escenas concretas para mostrar que la fantasmagoría estética de Sorrentino, además de ser un prodigio de puesta en escena, contiene un guion calibradísimo, que integra perfectamente las dos fuerzas descomunales que se despliegan ante nuestra retina: la potencia visual de la imagen junto a diálogos preñados de una dolorosa elocuencia.

Más allá está el más allá declara Gambardella en el sobrecogedor parlamento que cierra la película, pero yo no me ocupo del más allá. El episodio que marca la definitiva caída en el aquí es su encuentro con La Santa, epítome de una vida sin máscaras, que le lleva a constatar que la verdadera vida fluye por debajo de ese interminable blablablá, donde ese torrente que palpita más acá de toda explicación es lo único que merece ser contado, el lugar donde no se juega a la vida porque es la vida lo que se pone en juego.

Al igual que otras películas de Sorrentino segregan cierto tufillo a resignación, una especie de aroma de fatalidad o imposibilidad de cambiar las férreas estructuras del poder o de alterar un ápice las convicciones de los individuos que aspiran a alcanzarlas, en esta ocasión no es así, y La Gran Belleza va progresivamente del ensimismamiento al asombro y la celebración del mundo, convirtiéndose -sobre todo en su parte final- en un canto vitalista y luminoso, que acoge la vida tal cual es en su despojada esencia: una luz entre dos oscuridades en cuya base se mezclan dolor, silencio o sufrimiento, pero también emoción, inocencia, bondad y… belleza, una escuálida e inconstante belleza. la vida es un truco, sólo un truco nos susurra Gambardella antes de evaporarse en la noche. El dilema está servido: o se vive lúcidamente con el truco, o se vive embelesado con la magia. Son mundos excluyentes.

Voy terminando y no lo puedo hacer sin pasar, aún de puntillas, por la otra gran protagonista de esta película, Roma. Sorrentino reinventa la ciudad, adjetivándola con una caligrafía de obscena belleza, como nadie antes lo había hecho, impugnando cualquier principio de no contradicción: Santa y Puta, Milenaria y Hortera, Decadente e Indestructible, Carnal y Eterna.

Las grandes creaciones artísticas marcan el imaginario y se acaban imbricando con la experiencia, y, en este momento, tras volver a ver esta obra maestra, empiezo a albergar dudas sobre qué es más memorable, la gran belleza de Roma o la Roma de la Gran Belleza.

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Un comentario

  1. Tanto la película como Toni Servillo me impactaron y me dejaron sin palabras. Desde entonces, me he limitado a perseguir el «universo Sorrentino». Este brillante artículo me ha supuesto un soplo de aire fresco, ahora que padecemos el nuevo contraataque del nihilismo, con el culebrón «Rociíto».
    Magnífica reflexión que se me antoja más un artículo de filosofía que de cine.

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