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Democracia representativa vs. directa

Manuel Rosa Moreno

Del aprendizaje de la decepción

Si bien el objetivo último que persigue esta recensión es una defensa de la democracia representativa frente a modelos alternativos, no puedo menos que reconocer que su génesis viene, sin embargo, provocada por un artículo anterior de mi estimado colega Antonio Puech, donde nos hace un diagnóstico -algo indignado- del presunto agotamiento de la representación como verdadero cauce de participación ciudadana, al tiempo que nos propone abrevar en algunos mecanismos de lo que él denomina democracia directa, como una posible forma de superación del marco representativo.

Por tanto, me voy a centrar en un primer momento en un comentario –breve-sobre un par de presupuestos que allí nos propone Antonio, para posteriormente aventurar algunas razones para preferir la democracia representativa a sus alternativas, además de apuntar ciertos peligros –no menores- de una democracia directa, como el abuso del plebiscito, que persigue “superar” las instancias mediadoras con los que cuenta aquella.

El artículo del Sr. Puech incurre, a mi juicio, en una contradicción entre sus pretensiones y sus conclusiones: si, desde el mismo título (“superación de la democracia representativa”), su intención es ofrecer un modelo alternativo a lo que ya hay, el desarrollo de la argumentación se acaba dirigiendo en sentido opuesto, al defender mecanismos como la segunda vuelta, la reforma de la ley electoral o incluso la participación de todo el cuerpo electoral en consultas excepcionales, que pertenecen, de suyo, al marco representativo de democracia del que disfrutamos y que se pretende “superar”. Aunque no lo diga expresamente, se puede bosquejar en sus argumentos una constatación algo resignada: lo que tenemos es manifiestamente mejorable pero difícilmente sustituible.

Respecto a su diagnóstico de una crisis de la representatividad, así como un secuestro de una élite que se ha adueñado de las instituciones, Antonio parte de una premisa discutible (y es que el movimiento 15M y movimientos sociales afines son “la muestra” de ese hiato entre representantes y representados, además de expresar la voluntad o el sentir de una mayoría de ciudadanos). Pero al mismo tiempo que sustenta su argumento en este presupuesto, su conclusión se ha demostrado falaz, puesto que ha bastado la irrupción de dos partidos políticos hasta cierto punto inéditos en el espectro ideológico, como Podemos y Ciudadanos, para darnos cuenta de que el supuesto divorcio era un problema coyuntural y no estructural. Recordemos los dos puntos que algunos consideraban vicios insalvables del sistema y que han sido refutados con lo acontecido en los dos últimos años:

a) Que la democracia actual no era una democracia real, sino solamente una democracia “formal” basada en el voto cada cuatro años, refractaria -poco menos que impermeable- a la participación desde abajo, de ciudadanos comunes, ajenos al privilegio y que, aunque así lo quisieran, nunca tendrían acceso a las esferas de poder.

b) Que la causa del distanciamiento entre electores y clase dirigente era el sistema, el entramado institucional en sí, y no (como se ha demostrado) la incapacidad de una política –y unos políticos- escleróticos y autosatisfechos, negados para revitalizar el interés por lo político y, lo que es más relevante, el interés por hacer política.

Una vez aclaradas mis discrepancias con el citado artículo en dos aspectos concretos, no puedo estar más en consonancia con él en la necesidad de articular procedimientos como la segunda vuelta, que profundiza en mecanismos para evitar bloqueos en la elección o investidura de los candidatos, y lo hace además mediante voto directo1 . Urgente considero también la reforma profunda de nuestro viciado sistema electoral, pergeñado por la vía de la urgencia histórica durante la transición y que perseguía, entre otras cosas, apuntalar la visibilidad de los partidos regionales retorciendo las circunscripciones, frente a la igualdad de voto a la que se tiende en una circunscripción más amplia. Para concluir el repaso por las conclusiones de Antonio, debo decir que estoy en total sintonía cuando habla del PP-PSOE como aparatos renuentes a cualquier cambio que avance en la dirección de la regeneración institucional. Pero no nos llevemos a engaño, no son “promesas incumplidas del PP y del PSOE” las que han evitado la regeneración institucional: estas promesas jamás fueron expresadas programáticamente por ningún partido político desde la instauración de la democracia, y se quedaron en desideratum bosquejados en alguna tertulia o en algún mitin electoral.

El aprendizaje de la decepción

El primer argumento que quiero resaltar en mi defensa de un modelo representativo es este: frente al modelo de democracia directa, que se basa en dar curso, en forma de consulta, a los supuestos deseos de la ciudadanía, el modelo representativo tiene muy en cuenta un aspecto que algunos se empeñan en escamotear sistemáticamente cuando se trata de pensar lo político: las innumerables determinaciones, las incontables constricciones de la realidad frente al mundo de las ideas y de los deseos.

Esto se traduce en el propio entramado de categorías que están en la naturaleza de la democracia representativa (representación, deliberación, foros, comisiones, etc.), las cuales se vertebran teniendo en cuenta el conflicto permanente que supone la acción política, desplegando toda una aburrida parafernalia de mediaciones, instituciones, controles y contrapesos (eso que tan poco gusta al que espera de la política resultados inmediatos y soluciones absolutas). El marco representativo está diseñado, desde su propio cañamazo, para ser lo suficientemente flexible en conciliar (y en la medida de lo posible equilibrar) tres potencias humanas que casi siempre reman en direcciones opuestas: intereses, emociones y razones.

En efecto, de la mejor articulación de cosas tan heterogéneas (pero tan insoslayables en cualquier gestión política) depende la calidad de una democracia, pues si no se concilian adecuadamente, se corre el riesgo de que se instale una forma caprichosa y arbitraria de ejercer el poder político, al carecer la propia acción de gobierno de la rendición de cuentas y de la fiscalización de las razones para llevarlas a cabo (check & balance, como la formularon de forma insuperable de los padres fundadores de EEUU). Todos estos filtros, ámbitos de mediación y múltiples foros sirven para atemperar las pasiones, tomar distancias de los deseos e intereses inmediatos y así someterlos a escrutinio y revisión. Y además exigen al que detenta el poder mucha, pero que mucha paciencia a la hora de implantar medidas concretas, obligado como está a “pasar” por un arduo itinerario que recorra todas las instancias mediadoras, que hacen largo el proceso decisorio, pero al mismo tiempo permiten revertir las decisiones en plazos relativamente cortos, bien cambiando al gobierno que las ha puesto en marcha en las siguientes elecciones, bien mediante mecanismos de búsqueda de mayorías que puedan derogar, durante la misma legislatura, una ley, decreto o medida concreta.

(Ojo, no quiero dejar de insistir en esto: lo que puede ser una virtud del sistema representativo a nivel de diseño y concepción, se puede convertir en su gran peligro si los agentes que tienen que interpretarlo son una aleación de incompetencia e ignorancia, como pudiera parecer en estos días nuestra clase política, con un país ingobernable e in-gobernado. Los partidos políticos, que deben ser herramientas que hagan de equilibrios mutuos con el fin de evitar decisiones basadas en el interés particular y no en el bien común, se han convertido, por mor del “factor humano”, en facciones sectarias y endogámicas, acorazadas ideológicamente y que, parafraseando a Churchill, en vez de pensar en el bien de las próximas generaciones piensa en exclusiva en el interés de las próximas elecciones).

Frente a todo esto, la democracia directa o plebiscitaria nos ofrece, en su diseño, justo lo inverso: las medidas adoptadas en una consulta popular, al ser legitimadas por una mayoría muy amplia por el sujeto que detenta la soberanía (el pueblo), se implantan, de facto, muy rápidamente, pero, ay, su reversibilidad es inversamente proporcional a la rapidez con la que entran en vigor.

Sin que sirva de precedente voy a recurrir al ejemplo: el reciente brexit británico. Una decisión de tanta enjundia, al haber sido tomada mediante referendum, ha tenido un efecto inmediato y ya han comenzado todos los movimientos para llevar a término la salida. Sin embargo, aun cuando las consecuencias de tal decisión se han demostrados deletéreas para el interés general británico, es casi imposible revertir esta situación a plazo medio-largo, salvo que se realice una nueva consulta, lo que nos llevaría, además del reconocimiento del error de convocar la primera, a una dinámica de consultas ad infinitum, no solamente impracticable sino irresponsable. En cambio, si la decisión hubiese sido tomada por los representantes electos, en este caso el gobierno de Cameron, es muy probable que, tras su entrada en vigor, se hubiera articulado una mayoría en el parlamento (con la presión de la opinión pública, verdadero contrapoder de las democracias) para tumbar la propuesta de salida del Euro, considerándola, con razón, en todo punto perjudicial para el país.

Pero además de este aspecto (esencial a mi juicio), estos procedimientos consultivos directos adolecen de otro gran inconveniente, esta vez en lo que atañe a su propia naturaleza. Y es que este tipo de consultas suelen conducir a los electores a enfrentarse a cuestiones dicotómicas y reducidas previamente a dilemas de orden binario (Sí/No, dentro/fuera, todo/nada, etc.) , obligando a la ciudadanía a responder de forma sumaria a preguntas complejas que no tienen soluciones simples (incluso a veces, demasiadas veces, no tienen solución alguna, sólo conllevar el conflicto), dando como resultado una operación de suma cero –unos lo ganan todo y otros lo pierden todo- que al final no acaba nunca cerrando el conflicto que se quiere solucionar mediante la consulta.

La apelación –y la manipulación- a lo más emocional y sanguíneo de los electores frente a la deliberación sosegada, junto a la falta de pluralismo y de matices que conlleva siempre una consulta plebiscitaria (“o esto o lo otro”… “o dentro o fuera”…, suena a la retórica que antecede siempre a una ideología excluyente), junto a la incapacidad de cualquier ciudadano medio de tener a su disposición todos los elementos de juicio frente a decisiones complejas desde un punto de vista técnico, hacen de una extrema dificultad la elección ponderada en una consulta directa.

La democracia directa, además de tener, desde el punto de vista empírico, un recorrido muy corto, ha sido usada -y mimada- siempre por regímenes autocráticos de todas las épocas (no solamente es un factor fundamental de la emergencia del cesarismo romano, sino que los populismos de toda laya, expertos en la apelación a lo emocional como forma de identidad, lo utilizan como la herramienta que desbloquee, de una manera definitiva, situaciones o problemáticas complejas).

El interrogante que surge, si alumbramos la raíz, es siempre el mismo: ¿pero quién controla al controlador?… el peligro de depositar la Soberanía en un ente absoluto y homogéneo, llámese Monarca (si es individual/vertical) llámese Pueblo (si es colectivo/ horizontal), deviene siempre en despotismo cuando se difuminan las barreras mediadoras entre el poder ejecutivo y el poder decisorio.

Una vez expresada mi reticencia a este nuevo fetichismo de la “libre voluntad de expresarse”, me gustaría decir que el No a la democracia directa no es en sentido absoluto, puesto que sí creo en esta forma de democracia cuando se trata del ámbito municipal. En este espacio la relación entre gobernados y gobernanza es mucho más cercana y las consecuencias de las decisiones están mucho más circunscritas, y además los problemas a tratar son de contenido eminentemente pragmático, más que ideológico; por tanto, se dan las condiciones para ser un cauce ideal de participación de la comunidad.

Como conclusión, opino que los distintos modelos de Democracia existentes deben buscar, desde su concepción, una adecuación a la naturaleza de la acción política democrática y no pretender que con un marco regulador concreto (esté basado en la representación o en la participación directa) se va a modificar las complejas dinámicas de lo político.

Decía Sánchez Ferlosio que lo sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se las busca. El que llega a la política real, que es el reino del conflicto y de los intereses encontrados, debe aprender a decepcionarse, a no esperar soluciones definitivas a los problemas, sino humildes mejoras progresivas. Si la política no decepciona al político, acabará terminando por suceder lo contrario.


1
De todos modos, hay que tener en cuenta que la segunda vuelta no es la panacea, ya que es un mecanismo encaminado a facilitar la elección de un presidente o primer ministro, pero no evita, en cualquier caso, la fragmentación parlamentaria salida de la primera vuelta, con lo cual, si no tenemos políticos con cintura negociadora y coraje político para ceder parcelas de poder por el bien común, de nada nos sirve elegir un presidente que no puede vertebrar mayorías parlamentarias que le permitan gobernar de manera eficiente.

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