Manuel Rosa Moreno
Del aprendizaje de la decepción
«El Nacionalismo es la indignidad de tener un alma sojuzgada por la geografía«
George Santayana
Nacionalismo democrático, ese oxímoron
Me van a permitir la cortesía de prescindir de preámbulos o prescripciones paternalistas para dejar claro mi diagnóstico: el principal problema que tiene la sociedad española es, con una diferencia notable sobre el siguiente, cómo restablecer el contrato social que ha pervivido en nuestro país desde los inicios de la democracia hasta hace algo más de un lustro, y que implicaba reconocernos, sobre cualquier otra consideración, como una comunidad política (con su génesis constituyente en 1978, pues antes de eso éramos un Estado autocrático sin articulación democrática), vertebrada por un ordenamiento jurídico concreto que otorgaba carta de naturaleza -además de dimensión legal- a ese «contrato de convivencia» nunca firmado de facto.
Respecto del ámbito de lo político, a partir del 78, lo que conocemos de forma convencional con el término “España” no viene determinado ya por apelaciones a las esencias patrias o a destinos compartidos en lo universal, sino a una nación de ciudadanos, beneficiarios de derechos y libertades y sujetos a deberes y obligaciones. Así de humilde y así de insuperable. Si uno nace aquí o allá dentro de esta comunidad, eso no le otorga ningún privilegio de ningún orden, puesto que lo cultural, lo geográfico o lo lingüístico pasan a ser categorías subsidiarias de la única condición que aplica en una democracia política: la de ciudadanía. (Hago referencia, claro está, a la delimitación formal -contractual, podríamos decir- de ese campo de juego al que llamamos Democracia política. Por contra, el contenido material es algo tan proteico que cada país lo llena con ingredientes distintos).
A partir de este momento inaugural, el hecho de sentirse uno muy español, medio o nada español pasa a ser importante desde una perspectiva psicológica para el hooligan patriótico de turno, pero irrelevante desde un punto de vista político, puesto que la voluntad de ser español, el deseo de seguir siéndolo o el sentimiento de españolidad son construcciones emotivo-sentimentales, independientes de mi condición de ciudadano, que viene marcada exclusivamente por la comunidad jurídico-política a la que estoy sujeto. Es gracias a que emerge la comunidad política que se desactiva esa otra comunidad esencial, apolítica, de rasgos inmutables y de orgullosos sentimientos patrióticos del «una, grande y libre«.
Esta distinción entre mis atribuciones en el espacio público (ciudadanía) y la expresión de una esencia basada en sentimientos (el ser, deber ser o querer ser español, catalán o conquense) se hace imprescindible para determinar por qué aquella -la ciudadana- es una categoría política y esta juega en otra liga, la de las esencias. Y el Nacionalismo, desde un punto de vista ontológico, persigue la conversión de la comunidad lingüístico-cultural en comunidad política, mediante la confusión de estos dos planos, el político y el emocional, colando por reivindicaciones públicas lo que son meras expresiones -muy legítimas- de sentimientos privados; es lo que toda empresa nacionalista pretende: hacer de cuestiones circunstanciales (como son la pertenencia a una cultura, una lengua o un territorio) el campo de juego normativo donde deben dirimirse nuestra forma de organizarnos como ciudadanos libres e iguales.
A partir de ahí, con el terreno teórico convenientemente domeñado, el nacionalismo puede travestir todas sus apelaciones a voluntades o deseos como la expresión política más democrática que imaginarse pueda. El desconocimiento general de la naturaleza del nacionalismo, que como nos han contado los teóricos fundamenta su acción en la construcción imaginaria de toda una serie de agravios para legitimar sus irredentas exigencias de reparación, es una de las razones por las que me produce enorme desazón -y cierta impotencia- la incapacidad manifiesta de los políticos españoles no nacionalistas para, mediante una cierta pedagogía democrática, desactivar, desde argumentos racionales, las reivindicaciones soberanistas. Y digo desde argumentos racionales porque esas son las únicas herramientas políticas de las que disponemos, «la razón de las mejores razones» como nos enseñaron los ilustrados, frente a un nacionalismo de raigambre romántica, que oscurece y manipula el debate de ideas con engolfamientos emocionales («la voluntad de un pueblo», «el sentimiento de ser catalanes», «El deseo de autogobierno», etc.)
Si le quitamos la calderilla retórica, el discurso que subyace adquiere un peligroso tufillo excluyente, además de notablemente insolidario: una determinada élite política catalana quiere, por el hecho de que una mayoría de los habitantes de Cataluña «se sienten exclusivamente» catalanes, que se les permita, de forma unilateral, «decidir su futuro» y obtener para Cataluña el derecho de autodeterminación. Quieren fragmentar una unidad de soberanía y de decisión -el Estado español- para la instauración de una propia, con los votos no de todos los que componen esa unidad de decisión sino sólo de la parte que dice no sentirse parte de ella (perdón por el galimatías, pero es tal el nivel de delirio de las propuestas que se hace inevitable enfangarse en refinar el discurso). Arguyendo para ello no razones políticas sino identitarias, de pertenencia a una comunidad mitificada previamente, pre-política, sea cultural o lingüística.
Si mañana mismo hubiera alguna prueba empírica de que en Cataluña o País Vasco se están conculcando uno solo –repito, uno sólo – de los derechos y libertades de los que disfruta el resto de la ciudadanía española, yo sería el primero que pediría para estos territorios el derecho de auto-determinarse, y pelearía desde donde fuera preciso por una ruptura pactada de la unidad política y de decisión del Estado (que abarca todo el territorio) en virtud de que en una de sus partes no se cumplen las normas que garantizan la igualdad o la libertad de todos. Además no conviene olvidar, para el que no lo sepa, que el derecho internacional ya tiene reconocido para estos y otros supuestos el derecho de autodeterminación de los pueblos, pero, ojo, cuando las razones para la secesión se basan en situaciones que menoscaban derechos básicos (que en eso se traduce al final lo político) como son la ocupación o colonización de un territorio, la conculcación de derechos fundamentales o la discriminación de los habitantes del territorio por cuestiones de ideología, raza, sexo, etc.
En cambio, nada se habla -en ningún ámbito jurídico ni normativo conocido- de las motivaciones sentimentales o del puro voluntarismo colectivo. A ver, aventuremos algunos interrogantes: ¿Qué razones políticas ofrece Cataluña o País Vasco para sus demandas separatistas? ¿Hay alguna situación de facto que obligue a un replanteamiento del modelo territorial actual? ¿Alguien ha visto alguna traza de elaboración intelectual o argumentativa en lo que se supone que falla en la actual situación del territorio catalán o vasco?… lo que oímos -día sí y día también- como «reivindicaciones democráticas» sea eso lo que sea, suele ser una música que repite siempre los mismos estribillos epatantes pero vacíos, tales como «la voluntad mayoritaria y democrática de un pueblo», «la posibilidad de ser libres para decidir democráticamente qué queremos ser», «el derecho de todo pueblo a decidir su futuro», etc. (Como se puede inferir, argumentos políticos de primer nivel que expresan problemas de convivencia gravísimos y que exigen una fragmentación territorial y política para satisfacer deseos tan inexcusables).
Y toda, toda esta vocinglera letanía basada en supuestos agravios españoles, para enmascarar el único móvil que persigue cualquier nacionalismo periférico en toda Europa (llámese PNV, ERC, Liga Norte en Italia, Flamencos frente a Valones en Bélgica, nacionalismo sardo o corso) que no es otro que el crematístico, el poder de gobernar regiones prósperas y dinámicas, con enorme capacidad productiva y a las que no les interesa ya seguir «subvencionando» a otros territorios y conciudadanos más pobres o menos capaces. Estoy convencido de que si Cataluña (o Euskadi) fueran regiones de España con un nivel de renta por debajo de la media, yo no estaría escribiendo este artículo y Uds. no tendrían que soportar mi aburrido exordio.
¡Oh, es él, el democrático derecho a decidir!
Cuando uno habla con amigos y defensores del derecho a decidir, trampantojo teórico para abrir la espita a la posibilidad de legitimación del derecho de autodeterminación de los pueblos de España, me argumentan que, puesto que hay una mayoría de catalanes que no quieren seguir formando parte del Estado español, la forma más democrática de resolver esta cuestión es consultarles para que sea la ciudadanía catalana o vasca la que decida dónde y con quién quieren caminar en el futuro. Tiene buena pinta el argumento. Pero adolece, sin embargo, de cierta confusión que es preciso aclarar: la oportunidad o no de consultar a la ciudadanía sobre cualquier asunto que nos incumba políticamente no debe venir marcada por un factor cuantitativo (una mayoría que lo demande) sino por uno cualitativo (es decir, que existan razones para someter a consulta pública cualquier cuestión, pero partiendo del reconocimiento de que existe una problemática política que afecta al bien común). Lo digo porque si el factor cuantitativo fuera el criterio de valoración (como nos quieren hacer creer), estaríamos cayendo en uno de los abusos perversos de los mecanismos democráticos, que es lo que yo llamo el fetichismo de las mayorías, que considera que la calidad o pertenencia de las decisiones políticas no está sujeta tanto a una justificación de razones y consecuencias como al número de adhesiones que acaba consiguiendo.
Entonces, a partir de estas premisas teóricas, si soslayamos del asunto vasco/catalán el factor cuantitativo[i], que como he dicho es irrelevante en la valoración de las mejores razones para nuestras decisiones ¿qué nos queda del cualitativo, que es el que interesa someter a escrutinio público? ¿podemos, quizás, someter a decisión si en Cataluña se constriñe o se limita el uso del idioma propio en el espacio público?, ¿tal vez si se persigue de algún modo al que expresa que sólo se siente catalán o vasco?, ¿si se prohíben las manifestaciones folclóricas o las demostraciones identitarias?, ¿si hay restricciones a la libertad de expresión, de manifestación o de participación política?, ¿si existe desigualdad ante la ley o menoscabo de libertades civiles que sí disfrutamos en el resto de España?, ¿agravios comparativos (económicos, de tratamiento institucional, etc.) frente al resto de territorios? ¿Si hay alguna restricción al libre desarrollo de la cultura propia o al ejercicio institucional de la misma?…
Como estas razones simplemente no existen (puesto que la respuesta a estos interrogantes que enumero arriba siempre será negativa) entonces no les queda más remedio que apelar a una panoplia de razones contra-factuales, puramente gaseosas, propias de la subjetividad más irreductible: «no nos sentimos cómodos», «no se entiende nuestra especificidad como pueblo», «se nos ha ninguneado históricamente», etc., etc., que no hacen más que resumir la gran demanda democrática de los nacionalismos, que es colar los caprichos de la voluntad («nos queremos ir porque nos sentimos diferentes») por demandas políticas que exigen decisiones democráticas («debemos someter esto a deliberación pública»). Y el que no vea que una cosa lleva a la otra de forma ineluctable se convierte, automáticamente, en un facha o un irredento nacionalista español, como seguramente soy por decir lo que digo, aunque no lo sepa.
Por todas estos motivos (y muchos otros que escamoteo con vistas a una continuación en otro artículo) opino que las relaciones entre Nacionalismo y Democracia no es que sean problemáticas, es que son incompatibles. El nacionalismo no es una doctrina política, sino una modalidad de entender la soberanía popular, basada no en fundamentos jurídico-políticos sino en ambiguos constructos identitarios. Cuando uno se impone se diluye la otra. Agua y aceite. De ahí que no hayamos conseguido una cierta convivencia armónica después de décadas de dialéctica entre esas dos formas de ver la unidad de decisión, y nos hayamos tenido que conformar con una conllevancia, en palabras de Ortega.
Y con el devenir de los años, después de unas décadas de bienestar creciente, bolsillos llenos y conciencias vacías, llevamos algún lustro ya instalados en un permanente «estado del malestar» [ii], dando lugar, entre otros inquietantes fenómenos, a que esta conspicua forma de anti-política que son los nacionalismos (sin excepciones de grado, no existe el nacionalismo moderado de la misma forma que no se puede estar moderadamente embarazada o moderadamente dormido) acabe atrayendo no sólo al pensamiento reaccionario, su correlato natural en el terreno ideológico, sino también, para mi inconsolable perplejidad, a la izquierda, que cuando dejó de creer en su discurso ilustrado, universalista y reformador acabó abrazándose al totalitarismo de la frontera, al desvarío empobrecedor de construir un ser propio no junto al vecino sino frente a él.
Por ir concluyendo, y descartada la vía democrática de un referendum político, al haber demostrado –espero- que la cuestión a consultar es pre-política, y que no induciría ninguna mejora del actual status quo –Cataluña o Euskadi tienen uno privilegiado, en todos los sentidos del término– , considero que la única dirección que, a mi juicio, se debe seguir sobre este mal llamado “choque de trenes” (aquí lo que hay es un tren –el desleal gobierno catalán- que se dirige a toda velocidad y sin frenos hacia la estación central, que está donde le corresponde estar) es, como insinuaba en este mismo artículo, la desactivación del “ya no nos sentimos parte y queremos romper” mediante cierta pedagogía democrática, que sitúe los términos de la problemática en su sitio y que facilite un conocimiento de la naturaleza y los objetivos de nacionalismos y no nacionalismos; de qué es política y qué no lo es; de por qué apelar al cumplimiento de la ley en una democracia no es “judicializar” la política sino justamente protegerla, etc. Lo que ocurre es que el nivel de indigencia intelectual y teórico del actual gobierno (y de la oposición en general) para llevar a término esta didáctica política me hacen ser excesivamente escéptico con estas cuestiones. Así mismo, ayudaría que la sociedad española conociera, de boca de los actores que participaran en la farsa, el porqué del volantazo de la élite política catalana, desde posturas más templadas (cuando sus reivindicaciones versaban sobre competencias o recursos materiales para el desarrollo de su autonomía) hacia la situación de últimatum y ruptura en la que estamos ahora.
[i] Como dice Aurelio Arteta en un libro imprescindible como El saber del Ciudadano, Alianza Editorial, 2008, «lo mayoritario no viene a ser sinónimo de democrático, porque la regla de la mayoría no expresa la esencia misma de la democracia, sino su principal instrumento de decisión».
[ii] Recomiendo vivamente el último ensayo de José Luis Pardo: Estudios del malestar: Políticas de Autenticidad en las sociedades contemporáneas, Anagrama, 2015; una entomología de las patologías socio-políticas que han convertido a un Estado (del bienestar) en un estado de malestar permanente.
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