«Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez».
Antonio Porchia.
Este mes de septiembre, el mes de la septicemia del verano, su herida definitiva, un arrastrarse por la atmósfera y por la cara de los hombres, nos trae noticias de tu muerte. Sí, de tu muerte, golpe definitivo de un morir que ha ido anunciándose de la forma más vil, consumiendo, con furiosas dentelladas, lo que más amabas, ese territorio íntimo donde fraguabas tu reflexión, tu curiosidad o tu entusiasmo, aliados de la inteligencia inquisitiva que siempre fuiste.
La sórdida realidad de tu muerte, ese mazazo a bocajarro, esa pena informulable que pone lastre a cualquier vuelo, se nos impone en el mundo real, donde los golpes no pueden ser ignorados y mucho menos dulcificados. Mas sin embargo, ¡oh, sin embargo!, dejadnos que instauremos un territorio indómito, soberano, donde ponernos a salvo de los insultos de la vida y la intemperie de la muerte: la memoria. La de aquellos que te hemos tratado y querido: Ahí se enseñorea, con férrea autoridad, la urdimbre del recuerdo -y sus gozosas complicidades- que nos vuelve a insertar a todos, sin dificultad, en maratonianos días de vino y risas, de manteles manchados de disputas y confidencias, donde aprendíamos -aprendemos- el valor de desaprender, donde aspirábamos a conversar como inteligencias que deliberan y no como egos que se confrontan y a respetar, reverencialmente, al único dios que no vive de controversias por ser el origen y la superación de todas: la palabra.
Hágase por tanto caprichosa la voluntad -¡habla memoria¡- para volver a escuchar brevemente la melodía que tocabas en el piano de nuestras vidas –un poco más huérfanas- e intentemos paliar así, sólo en parte, el fracaso al que está destinado todo esfuerzo elegíaco, que no es otro que decir demasiado tarde con palabras demasiado ampulosas aquello que por cobardía o pudor no supimos decir cuando tocaba hacerlo de forma sincera. Lo que pudo ser una demostración de admiración o agradecimiento se acaba convirtiendo, ay, en un gesto que contiene algo de vacuidad y mucho de vanidad. Una carta con muchos remitentes y ningún destinatario.
Hasta donde nos alcanza la memoria, eres cuerpo. Tan nítido como inquietante, nimbado por tu presencia física imponente, casi intimidatoria, de una corpulencia sólo suavizada por unos ojos azules de pura anomalía mediterránea, tan escrutadores como benevolentes. Tus manos, grandes, lentas y poderosas, eran fieles heraldos de tu carácter, preñado de una imbatible curiosidad a lomos de una disciplinada voluntad, indispensable para darle contenido.
Que la fidelidad –entendida como adhesión acrítica por una cuestión de principios- no era uno de tus valores prioritarios lo dejabas claro a las primeras de cambio, aunque sí la lealtad, virtud mucho más ajustada al compromiso moral que depara la amistad. Tu amor, tu inagotable pasión por la cultura alemana iban mucho más allá del mero interés historiográfico o la admiración intelectual, convirtiéndose para ti -en ti- en una segunda piel, unas gafas con las que calibrar y dar sentido al mundo que te rodeaba. Se hace difícil evitar una sonrisa franca ante tus apasionadas -rayando a veces en lo obsesivo- disquisiciones sobre la República de Weimar y su importancia para entender los orígenes del monstruo totalitario que advino después, o la pasión militante de tus filias cinéfilas, sólo comparable a la contundencia en la condena de tus fobias. A pesar de la vehemencia en defender lo que te importaba, te encontrábamos un instante después en un desconcertante mutismo -sólo aparente- pues estabas sopesando con los ojos de la inteligencia las opiniones de los demás. La capacidad de escuchar y la educación de la atención, que a veces podrían pasar por ensimismamiento, siempre revelaron la cifra del hombre inquieto y reflexivo que no te cansabas de ser, tan abierto a aprender como dispuesto a rectificar.
Carece de sentido, además de ser un fatigoso ejercicio de descortesía hacia la presencia que fuiste, reproducir aquí impúdicamente episodios donde pudo cuajar la amistad de los que te tuvimos cerca, entre otras cosas porque lo importante siempre sucede en otro sitio y la amistad, aunque se alimente del roce y la cercanía, solidifica en el silencio de la distancia, cuando los amigos se piensan, se buscan y se encuentran a través de los otros, sean personas o cosas, bruñendo ese triángulo virtuoso, tan necesario para construirla.
Decía Gil de Biedma que un amigo es alguien que ha leído el mismo libro de la vida que nosotros pero en distinto ejemplar. Lo suscribimos, añadiendo que uno de los fundamentos de la amistad no consiste en reconocerse como afines en una misma mesa, sino disponer la mirada en una misma dirección. Lo que vea cada una de ellos es definitivamente irrelevante: el vínculo está consumado, y suele ser indestructible.
Para Ángel Pineda, con quien tanto queríamos.
Querido Ángel, te acabas de ir y ya te echamos de menos de manera inconsolable. El hueco que nos deja tu gran persona no podrá ser ocupado de nuevo, pero al menos nos quedamos con un recuerdo entrañable e imborrable de todas las experiencias que hemos podido compartir. ¡Lástima de los proyectos pendientes! Descansa en paz
No te irás mientras permanezcas en nuestros recuerdos y en nuestros corazones. Talla grande con gran sonrisa y gran corazón. Te quisimos al conocerte y equivoca el autor del OBITUARIO que debería terminar con un «con quien tanto QUEREMOS».
Mi querido Angel, te fuiste pero te quedas. Te quedas con todo lo mucho y bueno que nos diste durantes las jornadas que, en ocasiones pasamos contigo.
Eternamente agradecido por tu participacion em nuestras vidas.
Un fuerte recuerdo de tu amigo Rafa.
Leyendo ésta preciosa elegía, reflexiono sobre lo paradójico de la vida, despidiendo a Ángel y celebrando mi cumpleaños.
Si la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, seguro que de alguna manera recibes Ángel todo el cariño que sentimos por ti